¿Es democrático el desacuerdo sobre lo que es la democracia?

Democracia en un concepto anfibológico, cuyos múltiples y laberínticos significados no sólo muestran que no existe una teoría general del gobierno popular,  sino que al mismo tiempo muestran que el disenso es consustancial a la realidad denotada por ese concepto. Boris Deweil, preguntándose acerca del porque del disenso en la democracia y acerca de la democracia, apunta desde un punto de vista teórico al centro de lo que acá se pretende plantear como problema digno de investigación empírica:

“Why do people disagree about politics? One reason is that interests collide, but this explanation is too easy. Why do honest, unselfish people differ in their conceptions of the good society? Why is there no consensus among theorists who specialize in these questions? Why, for example, is too easy to identify right-wing and left-wing positions across political issues? Why are these differences recognizable in the politics of every modern democracy? Why do they reach across historical eras? A pattern of dissensus seems entrenched in democracy. As issues change, left-right conflict may retrench, but reports of their demise, whether hopeful or despairing, are exaggerations. Why is democracy so fractious?” [1]

El concepto de democracia para Deweil es inherentemente conflictivo. En lugar de  razonamientos simplistas y maniqueos sobre la existencia de valores malos y valores buenos,  que justifiquen el conflicto sobre la base de que algunas personas están en lo correcto y otros están equivocados, hay que partir  del supuesto del pluralismo (y en consecuencia, el conflicto y el desacuerdo que de él se derivan) como un hecho esencial en la democracia. Pero por más que se acepte que democracia y disenso o democracia y pluralismo son conceptos inseparables, evidentemente surge siempre el problema de cual es el nivel y clase de conflictos que la democracia puede manejar sin colapsar.

Si a la capciosa pregunta acerca de qué es la democracia se respondiera recurriendo a la salida etimológica, según la cual la democracia es el gobierno del pueblo, se caería de inmediato en otra pregunta: ¿qué significa que el pueblo gobierne? Esta pregunta es bastante no menos simple y mucho má sescurridiza que la primera. Para responderla hace falta especificar lo que se entiende por pueblo y cuáles son las instituciones que permiten que este ejerza el gobierno. Entre los teóricos de la democracia han  existido y siguen existiendo profundas diferencias en torno a qué significa la palabra pueblo, cuánto poder debe tener este y cuán capaz es de ejercerlo. Lo mismo puede ser dicho con las palabras de Giovanni Sartori:

“Democracia quiere decir, literalmente, ‘poder del pueblo’, soberanía y mando del demos. Y nadie pone en cuestión que este es el principio de legitimidad que instituye la democracia. El problema siempre ha sido de qué modo y qué cantidad de poder transferir desde la base hasta el vértice del sistema potestativo. Una cuestión es la titularidad del poder y otra bien diferente es el ejercicio del poder. El pueblo soberano es titular del poder. ¿De qué modo y en qué grado puede ejercitarlo?”

Los teóricos y pensadores que van a ser comentados en este capítulo han intentado responder esta pregunta. Y las respuestas han sido muchas y muy diferentes entre sí. La democracia es, entonces, un concepto anfibológico.

Los múltiples y laberínticos significados de la palabra democracia no sólo muestran que la inexistencia de una teoría general del gobierno popular, lo cual es obvio,  sino que pone de manifiesto que el disenso, el desacuerdo, el conflicto y el pluralismo en las ideas son sustanciales a la realidad denotada por el concepto y, en consecuencia, a la idea misma de democracia. 

Pese a que la polémica sobre la democracia es, sin dudas, una de los debates ideológicos más importantes que han librado los políticos  y los filósofos políticos en Europa y América al menos desde el siglo XIX en adelante, desde mediados del siglo XX, la ciencia política ha hecho múltiples y variados esfuerzos por construir una teoría científica de la democracia. Por científica vale decir, en este contexto,  empírica, normativa, “libre de valores”.  Robert Dahl marcó un hito al contraponer un modo “normativo” y otro “empírico” de definir la democracia:

“... [hay] por lo menos dos métodos que se pueden emplear para dar forma a una teoría de la democracia. Uno de ellos, el método de la maximización, consiste en especificar un conjunto de metas que han de maximizarse; entonces se puede definir la democracia en términos de los procesos gubernamentales específicos que son necesarios para maximizar estas metas y otras entre ellas. Las dos teorías que hemos tomado en cuenta son esencialmente de este tipo: la teoría de Madison postula una república no tiránica como la meta que ha de maximizarse; la teoría populista postula la soberanía popular y la igualdad política. Una segunda manera – que podríamos llamar el método descriptivo – consiste en tomar en consideración como una sola clase de fenómeno a todos los estados, naciones y organizaciones que comúnmente los científicos políticos llaman democráticos, y en examinar a los miembros de esta clase para descubrir, primero, las condiciones necesarias y suficientes para las organizaciones sociales que posean estas características.” [2]

Ciertamente, para algunos teóricos, la democracia es un sistema que debe garantizar la consecución de ciertos fines públicos especialmente valiosos como la igualdad social y participación política no sólo en la elección, sino también y principalmente  en las decisiones  del gobierno. Para otros la democracia  no es más que un método para  elegir el gobierno en condiciones de competencia política, lo cual permite a lo sumo el control popular indirecto de los actos gubernamentales. Sin embargo, este esquema organizativo dual de las definiciones que opone un modo o polo normativo a uno empírico, no resulta del todo satisfactorio. Y la razón es que  no es posible hablar empíricamente de democracia sin hacer al mismo tiempo, implícita o explícitamente, consideraciones axiológicas con importantes consecuencias prácticas.

Las ideas democráticas y los modelos del gobierno popular son tanto una serie de utopías o esperanzas de lograr el gobierno que directa o indirectamente esté efectivamente en manos del pueblo, como las realidades observables de  regímenes políticos muy disímiles, pese a todos reciban el nombre de  democracia. Y tales regímenes tienden a alejarse, a veces más y a veces menos, de las definiciones ideales.

Ocurre con frecuencia que los teóricos que adoptan lo que llaman un método empírico para teorizar sobre la democracia,  presuponen que su opción carece de juicios de valor. Es así como Huntington, por ejemplo, define la democracia a partir de las tesis de Schumpeter como un sistema político del siglo XX en el que “la mayoría de los que toman las decisiones colectivas de poder sean seleccionados a través de limpias, honestas y periódicas elecciones, en las que los candidatos compitan libremente por los votos y en las que virtualmente toda la población adulta tiene derecho a votar”[3]. Esta es la democracia “empírica” de Dahl, que combina la competencia y la participación electoral como dimensiones.

Definiciones como precedente tienen, aunque sus autores no lo señalen expresamente, además de una cara puramente descriptiva, otra más bien  normativa. La pura descripción se limitaría a la  constatación de sí, en tal o cual sistema,  se verifican las condiciones exigidas por una definición de democracia, pero  tal como lo indica Giovanni Sartori (1987) a partir de tal constatación se puede desarrollar (y se podría añadir que con frecuencia se desarrolla) una estrategia dirigida a  evaluar el  grado de desarrollo de estas condiciones en un determinado sistema político. En este sentido, aun definiendo la democracia como un  método político, se concluye siempre evaluando hasta qué punto está garantizado el logro de ciertos  fines tales como la equidad y la libertad en la competencia por los votos.  El propio Huntignton, que como se dijo arriba afirma partir de una concepción “realista” de democracia, concluye que su definición “basada en los procedimientos de la democracia proporciona un conjunto de variaciones (…) que permiten juzgar hasta que punto los sistemas políticos se vuelven más o menos democráticos”[4].

Una definición “realista”, puramente “empírica”, entonces se puede convertir en un rasero a partir del cual se evalúa si un sistema es democrático y cuan democrático es. Pero la definición de conjuntos más estrechos o más amplios de requisitos “mínimos” de la democracia, que sirvan luego para evaluar si un sistema es o no democrático,  no es una cuestión puramente empírica sino también de valores. Es una opción normativa, incluso ideológica, conformarse con tal o cual definición “mínima” o preferir una más exigente. De allí que, en definitiva, no resulta del todo afortunada la distinción entre concepciones puramente empíricas y otras puramente normativas de la democracia.

Terry Lynn Kart ha señalado que la dificultad que existe para precisar el concepto de democracia, surge de la solución a una serie de controversias sobre sus perspectivas y evaluación la cual, a su vez,  depende de cómo se defina a la democracia misma. Si se adopta una definición estrictamente schumpetereana,  “como una organización política que permite que los ciudadanos elijan entre elites votando en elecciones periódicas y competitivas, los países militarizados de América Central podrían ser clasificados como democracias políticas por muchos especialistas...” [5]  Pero tales países (con la sola excepción de Costa Rica) quedarían fuera en una definición ampliada de democracia que incluyese la libertad de expresión sin restricciones, el derecho a organizar partidos  políticos sin discriminación, la libertad de asociación para todos los intereses y el control civil sobre los militares. Y añade la autora que:

“El problema aumenta cuando una serie de propiedades importantes –como el predominio de las instituciones que traduzcan fielmente las preferencias individuales en políticas públicas mediante el dominio mayoritario, la incorporación de una proporción cada vez mayor de la población en el proceso de decisión, y el mejoramiento continuo de la equidad económica mediante las acciones de las instituciones gobernantes- son incluidas bien sea como componentes o como correlativos empíricos del gobierno democrático.”[6]

Terry Lynn Karl concluye que las definiciones muy restringidas de democracia terminan por incluir a regímenes que sólo formalmente garantizan los derechos políticos de los ciudadanos, pero las muy amplias, que incluyen la equidad social y económica y la participación activa en política de las  clases subordinadas, terminan por no encontrar casos “reales” de democracia. Siendo esto cierto, habría que añadir que no deja de serlo también el hecho de que la democracia es tanto un arreglo institucional, como un sistema de valores. Ambas cosas están estrechamente asociadas, por supuesto. Quien suscriba un determinado conjunto de valores, se satisfará sólo frente a un determinado arreglo de las instituciones que permita o incentive una cierta distribución de poder y un determinado diseño de las instituciones.

Distintos demócratas responden de modo diferente a preguntas fundamentales acerca de las características del “verdadero” gobierno del pueblo. Para empezar, ¿qué significa que el pueblo gobierna? ¿Entraña ello que el pueblo decide sobre los asuntos públicos?  O, más bien, ¿bastará para hablar de democracia con demostrar que es el pueblo quien elige libremente a un gobierno que decida por él? Cundo el pueblo elige a un gobierno ¿también decide como éste debería gobernar? ¿Será acaso posible salvar el concepto de gobierno popular recurriendo al principio del sometimiento o, al menos, del condicionamiento del gobierno por las expectativas de la mayoría del pueblo?

La democracia sólo puede ser entonces, para unos, el autogobierno popular, lo cual significa que el gobierno sólo puede ser ejercido directamente por el pueblo. Cualquier posibilidad intermedia es un falsa democracia. Mientras tanto, para otros, la democracia es el gobierno electo por el pueblo, es decir por la ciudadanía,  que procura gobernar en apego al interés de la sociedad y controlado por sus organizaciones. Pero, para otros más, no siendo el pueblo una mera agregación de individuos y no teniendo ninguna organización distinta a los partidos organización la vocación  de configurarla voluntad política del Estado, el gobierno popular termina reducido a la garantía de elecciones libres y competitivas, como único medio legítimo para la  formación de un gobierno representativo.

En otros post de este blog se van a presentar debates sobre modelos distintos de democracia. No se busca hacer una exhaustiva disquisición teórica o una argumentación política a favor de una u otra forma de democracia. Se busca solamente mostrar las bases ideológicas (y la crsis de los fundamentos) de los modelos existentes de democracia y la necesidad de retomar la teoría política del Estado y la dominación para poder avanzar en el debate sobre la democratización de la połtica.



[1] Boris Deweil: Democracy. A History of Ideas. Toronto: UBC Press, 2000: 3
[2] Robert Dahl: Prefacio a la Teoría Democrática,  1956/1987: 87.
[3] Samuel Huntington: La tercera ola. Buenos Aires-Barcelona-México. Paidós. 1994, p. 22
[4] S. Huntington, Op. Cit., p. 21.
[5] Terry Lynn  Kart: “Dilemas de la democratización en América Latina”  en Democracia en América Latina. Modelos y Ciclos. (Compilado por Roderic Ai Camp). México-Madrid. Siglo XXI editores, 1997, p.45.
[6] Ídem

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